Octubre de 2019 fue un mes catártico. Por suerte, en noviembre acudí a un Congreso sobre Arte y Diversidad, y allí ocurrió. Tras 36 horas de empatía y escucha con la piel erizada, vino el desvanecimiento, la caída al vacío, el derrumbamiento. Comenzó la deconstrucción. Aprendí cómo se hacía, de la mano de grandes artistas como Edurne Herrán o Esther Mayoko Ortega, pero no podía seguir adelante. Tenía muchas deudas pendientes, entre otras, diálogos internos y conceptos equivocados de teorías mal ejecutadas que derivaban en resultados pésimos: un caos. Perdí la conexión entre mis extremidades, no me reconocí, no me conocía. Tenía que resolver el conflicto, y mucho trabajo por delante, pero fue entonces cuando recordé que una imagen vale más que mil palabras.